LA CUELGA Y SUS COSINAS.
Es finales de diciembre, hace mucho frio, me despierto muy
temprano, exaltado y con cierto nerviosismo porque es mi cumpleaños; me levanto
rápidamente y bajo a la cocina donde mi madre me condecora mediante una sencilla
cuelga (rosquillas, bizcochos, caramelos, chupachuses) y me felicita con ese
cariño que sólo saben transmitir las madres en sus abrazos y caricias mientras
te hablan tiernamente. Además, como lo ha considerado un día especial, se ha
molestado en preparar unos exquisitos frisuelos, recientes y crujientes,
acompañados por deliciosos hormigos, pues la Garbosa ha parido hace un par de
días. Desde la puerta de la cocina, vocea los nombres de mis hermanos para que
bajen a participar de un desayuno en familia.
Observo desde la ventana que el blanco cubre todo, ha caído una
copiosa nevada, mi padre abre una vereda con la pala hacia la vía central,
donde otros vecinos también espalan en varias direcciones. Ahora mi madre se
dirige a la puerta de la casa, procede a su apertura e invita a su marido:
“Toño, a desayunar”. De inmediato, mi papá clava la herramienta en la capa
nívea, se mete en casa y se hace el sorprendido: “¡coño! se me había olvidao…
¡Muchas felicidades hijo! ¡Que cumplas muchos más y que lo celebremos juntos!”
(mientras me tira ocho veces de las orejas).
Tras el primer banquete del día, me dirijo,
corriendo, a casa de mis padrinos por el camino excavado en la nieve, cuya
altura supera mi estatura. Mis primos no se han levantado ninguno, mi tía
Carmen está preparando una gran cazuela de colacao con pan migao y me sirve una
ración (“sólo un poco, pa no eslenguar”, le digo): coge un cucharon, lo
introduce en ese voluminoso recipiente y extrae una generosa cantidad del
delicioso manjar, que degusto sentado en la mesa de la cocina (las madres y
abuelas nunca hacen caso cuando les dices que echen poca cantidad; bueno, algunas
veces se lo agradecíamos pues lo manifestábamos “por educación”). Al poco rato,
oigo el chasquido de las madreñas al descalzarse; es mi tío Francisco, el cual
porta un balde blanco de leche y media cuerna en la otra mano. Me da unos
consejos en agradable conversación y una generosa propina en metálico (nunca le
olvidaré).
Ahora tengo que ir a ver a mi abuela, pero
al salir me encuentro con mis tíos Laureano (viene de ordeñar, transporta un
bidón en la carretilla) y le acompaña su mujer, Paz (porta una cuerna vacía en
cada mano); el primero me grita: “¡felicidades rosio!” (así me llama
cariñosamente) y mi tía me dice: “¡felicidades monin! y, cuando se te acaben
los dulces, pasas por casa para colgar unas rosquillas y más caramelos”.
Al pasar por delante de la casa de mi tío
Vitorino, me intercepta mi tía América que me felicita alegremente
(“¡felicidades rapacín¡, ¿cuántos cumples?”) y me da dos besos; posteriormente
me agarra de la mano y me introduce en su casa, en la cocina, abre su cartera
de las compras, de la cual extrae una peseta (“con este dinero voy a comprar
algo para compartir con mis amigos”).
En el camino me encuentro con otros vecinos,
los cuales, al verme portando la cuelga bien visible, no les queda más remedio
que decirme algo: Andrés (“¡felicidades Jesusín!”), Emilia (“ya eres un
mocín”), José, “el cestero” (“felicidades majo, que te vaya muy bien”),
Ambrosio (“eres un tío grande”), Julia (“que Dios te de salud para cumplir
muchos más”), etc.
Por fin, llego a casa de mi abuelita, que
se halla sola en la cocina, sentada en una sillina, al calor de la lumbre; al
verme, abre sus brazos, me sienta en su regazo, me abraza tiernamente y da tres
efusivos besos en el mismo carrillo. Luego se ausenta unos minutos y regresa
con dos monedas de una peseta. Entretanto, habían entrado en la dependencia mi
tío Agustín y su esposa, los cuales también me trasmiten sus congratulaciones
para terminar con una interesante observación de Ana Mari: “¡pero chacho!, dale
una paguina”. Al oír los ruidos, mis priminas, que duermen en la habitación situada
encima, se levantan y bajan para felicitarme. Por supuesto, les invito a que
arranquen de la cuelga un dulce: Ana coge una rosquilla, Merche toma un
bizcocho e Irene desata un chupachus con dificultad.
Después de pasear todo el día la cuelga por
ahí, los quintos y aproximados acabamos
en casa-bar Gil, disfrutado de una nuevo capítulo de la fantástica serie
“Furia”. A diferencia de otros días (vemos la tele sin consumir nada), hoy nos tomamos
una mirinda cada uno, que la vamos recogiendo del mostrador según las va
dejando Rosa tras quitarle la chapa. Al pagar la cuenta me devuelven 50
céntimos y le digo a la dueña que nos lo ponga en bolsas de patatas fritas. Pasados
unos minutos entran en el establecimiento mis primos Ramonín y Alfredín,
reclaman su bebida pero les digo que ya no tengo más dinero; de inmediato,
aparece la señora Rosa, les entrega una botellina a cada uno y exclama en alto
“que sí, que sobraba un poco de las vueltas” (a la vez me guiña un ojo, sonríe,
se da media vuelta y desaparece por la galería).
De noche, en la cama, se mezclan pensamientos
y sueños en mi cabeza, pero uno prevalece: “si ahorro muchas pagas me podré
comprar un caballo”.
Jesús (el mediano de Toño y Enedina).