UN DÍA DE INVIERNO EN LA PUERTA.
Otra mañana ha llegado la hora de levantarme (mi madre nos
despierta a los tres hermanos) y, como todos los días, lo primero que hago es
asomarme por la ventana; me alegra ver que enormes copos de nieve caen lentamente
sobre una espesa capa que cubre de blanco las calles, tejados, tierras y
montañas. Tengo ganas de volver a sentir su agradable frialdad, rápidamente
bajo a la cocina para observar mejor el panorama y veo a mi padre que está retirando
la nieve, con una pala, para abrir el camino que facilitará la circulación de
las personas (ir a las cuadras, asistir a la escuela, desplazarse hasta la carretera),
las vacas (vayan a beber agua), los perros (ir a nortear), etc. Apresuradamente,
me visto, me pongo el chaquetón, me calzo mis madreñinas y salgo a la calle
para tocar la nieve; de repente se abre la puerta y me pregunta mi madre qué
hago; le respondo que voy a ayudar a papá y, sin dudarlo, se acerca, me agarra
de la oreja y me introduce en el interior de la casa (hasta la cocina),
mientras me amenaza con darme una panadera y mantiene asido el apéndice
auditivo (que se ha tornado rojizo e incrementado considerablemente su
temperatura).
Esta mañana, no ha podido venir Dª Carmen
para impartir su magisterio, pero no nos libramos de las tareas escolares
pues mi madre nos ha puesto varias
cuentas, después haremos unas páginas de
caligrafía y, por último, nos preguntará algunas tablas de multiplicar. A pesar
de los reiterados ruegos para ir a jugar con la nieve, se condiciona a la
previa ejecución correcta de los ejercicios formativos (ya sabemos que es una
excusa para no andar por ahí cernolineando).
Debido al tiempo
meteorológico, los habitantes del pueblo suele “hacer visitas” a las casas siguiendo
criterios de parentesco, de vecindad, de amistad, tratar asuntos agrarios u
otros motivos diversos. Mi “abuelita” vive en casa de mi tío Agustín (o
viceversa, da igual) pero visita frecuentemente a sus hijas (Carmen y Enedina)
y nietos, aunque haya dos metros de nieve (aún veo su silueta desplazándose sobre
la nieve); ella se emboza la toquilla en la cabeza y hace el recorrido (igual es
la excusa para dar un paseo, distraerse, hacer deporte, etc.).
A media mañana, mi tío Agustín ha ido a dar de comer al berrón (caseta
enfrente de la casa de Ambrosio) y se desvía para saludar a su hermana; llega
hasta la cocina sin llamar y, con media sonrisa, dice: “¿Qué pasó?”; mi madre
le responde: “¿Qué haces, chacho?”. A mí se dirige muy serio: ”¿Qué pasa
hombre?” y luego (ya sonriendo) nos acaricia la cabeza o hace un amago. Después
se acomoda en la trébede, apoyando las manos extendidas y con las piernas
colgando a ambos lados de la lumbre, mientras conversa con su hermana y cuñado.
A mediodía, aparece mi tío Laureano en la
cocina, sin tocar la aldaba de la puerta; él abre, da un grito (¡eeeeeeeeeeh!)
y entra (esto era normal para un familiar). Como siempre, me pregunta sonriendo:
“¿Qué pasa rosio?”. Mi tío suele venir después de realizar sus tareas mañaneras
(cebar, ordeñar, sacar el abono, etc.) y antes de comer; se sienta en el
escaño, al lado de la lumbre, y charla animadamente con mi padre, mientras mi madre
entra y sale, realizando otras tareas domésticas.
Otras veces, por la tarde, mi madre visita a la suya y pasan el
tiempo juntas mientras remiendan prendas, hacen punto, zurcen algún calcetín,
etc. además de charlar, al calor de la lumbre, con cualquier persona (familiar
o vecino) que aparezca en la cocina. Por tanto, si tenemos algún problema
teníamos que ir a casa de mi abuela y así lo hice un día que me moje hasta las
rodillas; al verme mi madre me atizó un par de azotes, me quitó el calzado y lo
puso al pie de la lumbre, después me arrancó el pantalón y lo colocó en las
barra de la chapa para que se secaran ambos, cada uno en su sitio. Allí me
retuvo, en calzoncillos, delante de ocho o diez personas (la mayoría mujeres),
sentado en una silla verde al pie de la lumbre, hasta que secó el atuendo. De
vez en cuando, mi tío me preguntaba, con sorna, si quería ir con él a sacar el
abono, a echar a los conejos, a pescar, etc. Yo siempre le respondía mismo: “lo
prefiero a estar aquí” (de exposición ante tanta mujer y en paños menores).
Nuestra vecina, Asela, pasaba bastantes ratos (al atardecer,
hasta la hora de la cena) en nuestra casa, charlando con mi madre y, en cierta
ocasión, delante de ella, comenté en alto: “Asela, algún día, va a reventar de
gorda”. Inmediatamente, mi madre me pegó un emburrión que subí al escaño como
un cohete y, sin soltarme el brazo, me echó una regañina soberbia, que puedo
resumir en estos términos: “que sea la última vez que comentas algo de una
persona y menos si es una señora”. Percibida la gravedad de los hechos manifestados,
opté por “la callada por respuesta” y pensé que era una lección inolvidable;
así me la recordarían en numerosas ocasiones futuras (por el apuro que pasó mi
madre y para que no volviera a caer en el mismo error). La señora Asela,
entendiendo que era un comentario inofensivo y sin malicia, repetía
infructuosamente: “No le hagas caso, chachica; son cosas de críos; deja al
rapaz”.
Por la hora del día, creo que hoy va a consumarse la amenaza
habitual “pa la cama sin cenar”, aunque espero tomar el “colacao migao”. No
importa, en la quietud nocturna, imagino grandes copos de nieve descendiendo,
en silencio, para formar un manto que colorea todo de blanco.
Jesús (el mediano de Toño y Enedina).