sábado, 25 de febrero de 2017

¡QUE ARDA LA CHOZA AL SON DE LOS CAMPANOS!

¡QUE ARDA LA CHOZA AL SON DE LOS CAMPANOS!

Desde hace unos días, tras cumplir con las obligaciones escolares, los chavales del pueblo se van a “la cuesta”; suben zigzagueando sobre un terreno muy pindio o utilizando los “escalones” surgidos en el suelo (algunos portan hachas, picos, palas, etc.) y luego, al oscurecer, se embalan “cuesta abajo” entre las escobas o deslizándose sobre el pedregal; ésta es la opción más emocionante, aunque te des alguna culada y acabes con los pantalones embadurnaos.

Con una organización similar a las hacenderas, se distribuyen los trabajos: unos a cortar escobas, otros a transportarlas (a veces, en sencillas trechas) hasta una pequeña explanada situada a la izquierda de El Camperón, en su parte superior, donde los más fornidos mocines están cavando unos agujeros en el suelo (a mi primo Paco le han salido bojas). Algunos mayores ya comentan que “en las tareas caseras y escolares no se afanan tanto”.



El sábado estaba en la portalada, jugando con mis amigos Manolín y Metrines, vimos pasar a Veyo, Rafa y a Tinín llevando una llata cada uno, al hombro, de unos 5 o 6 metros de largo; les seguían mis primos, Toño y Luismi, con sendos cuentos, de unos 3 metros. Me interesé por sus trabajos y me respondieron que estaban haciendo la choza (no nos habíamos percatado de la proximidad del antruido). Nos ofrecimos para colaborar y, acto seguido, Luismi nos encomienda que traslademos los cuentos entre nosotros tres: uno agarra delante y otro detrás, el del medio sujeta uno en cada mano y, si se cansa, que vayamos rotando.

Anteayer, lunes (el domingo no se podía trabajar por prescripción religiosa), los susodichos camaradas acordamos poner nuestro grano de arena mediante la aportación de un coloño por cabeza. Tras salir de la escuela, fuimos a la cuadra de Pepón, luego a la de Jandra (mi padre la llevaba arrendada) y, finalmente, a la de Gundo. Cuando nos disponíamos a salir de la portalada, cada uno con su coloñín, apareció Gundo (padre de Metrines), el cual, muy serio, nos preguntó dónde íbamos con eso (creo que pensaba que eran suyos los tres haces); su hijo le informa que son para la choza, a lo cual responde con un sonoro “me cagüen crista” y, con reacción felina o canina de supervivencia a los golpes, echamos a correr en dirección al gallinero de Genoveva; en la persecución, Gundo no paraba de repetir el mismo mensaje: “como os coja os voy a dar una panadera…”. Posteriormente, volvimos a recoger los tres manojos y, corriendo por el camino de La Revisquera, nos dirigimos al Salido de los Jatos para llegar a la choza.

Los chicos están levantando la estructura (parece una portería de futbol): en la parte superior se colocan las escobas verdes y troncos más pesados (como novedad, van a colocar también cuatro neumáticos de coche que nadie sabe de dónde han salido) y en el interior se colocan la paja, los gromos y palos secos de diverso grosor. Una vez terminada la obra, a los más pequeños les prestaba meterse dentro y sentarse como si fuera una casa o refugio, como las chozas que usan los pastores (quizá sea el origen del nombre, pensaba yo).



Poco antes del anochecer, todos los rapaces se van para casa pues tiene que preparar los cencerros que van a colgarse al día siguiente; bueno, todos menos tres, que retornamos a la choza y lanzamos dos neumáticos: el primero se desliza entre escobas, botando por encima, cruza la carretera, avanza por el puente (rozando la barandilla izquierda) e impacta contra el muro de la esquina; el otro, tras varios brincos olímpicos, salta el muro y acaba en la presa (lado izquierdo del puente). Al primero, lo volvimos a su posición, pero el segundo nos fue imposible rescatarlo de las gélidas aguas.

Por fin llega el martes, dejamos las pizarras en casa e, inmediatamente, hay que colocarse los cencerros, esquilas y campanos en la cintura. Todos sabemos quién posee cada elemento sonoro (por las vacas), pero se percibe una disimulada competición por ver quién porta el campano mayor y quién carga mayor número de unidades ruidosas.

Ahora llega el momento más esperado, empezamos dando vueltas al pueblo para recoger a todos los participantes, que se unen al oír el sonido de los instrumentos; con la noche cerrada, subimos a la choza, comienzan a arder nuestros coloños y los gromos, enseguida se levantan unas llamas colosales y hace un fuerte, pero agradable, calor (la temperatura ambiente es un frio helador). A lo lejos, se percibe el resplandor de la choza de Riaño (la deben hacer por encima de la panadería de Paco); pronto desaparece… otro año que la nuestra permanecerá más tiempo ardiendo.

Como otros años, en la bajera de El Camperón, también hemos levantado la chocina, que se quema al oscurecer mientras los rapacines dan vueltas con sus cencerrinas y esquilas a la cintura.

Para finalizar los festejos, nos dirigimos a casa de Lola, donde nos agasajan con un delicioso chocolate con bizcochos, galletas, rosquillas, sequillos, etc. Al salir, el señor Gundo nos pregunta por qué le hemos cogido los coloños: “uno era de Manolín y otro mío”; al instante, interroga si le hemos pedido permiso a nuestros padres: silencio y cabeza gacha, por nuestra parte. Se despide de nosotros: “Hala. Hasta mañana”; posteriormente exclama murmurando: “¡Jodíos rapaces!”.


Jesús (el mediano de Toño y Enedina).