OTROS REBAÑOS
HACIA LAS MAJADAS DE LOS PUERTOS.
(Continuación
de mi artículo anterior "Un rebaño hacia los verdes pastos montañeses")
Al final del rebaño, unos metros por encima del joven zagal,
peregrina Bonifacio, de Remolina, muy conocido por “Bofo”; en su mano
izquierda, agarrado por las patas delanteras, transporta un cordero recién
nacido y en la derecha una vistosa porracha pues llama nuestra atención la
multitud de filigranas en negro, “grabadas con hierro candente durante
interminables momentos de soledad en el chozo” (nos confirma resignadamente).
Asimismo, comenta que su ocupación es conocida como el “sobrao”, siendo su
cometido arrear el ganado (y acelerar el paso en las proximidades de verdes
prados y huertas fértiles); le preguntamos por qué no lleva una ijada, como las
que usamos para las vacas, y nos argumenta que el cayado se adapta mejor a la
mano y le sirve para apoyarse sobre ella, separar ramas, ortigas y cardos del
camino; también se puede enganchar a las ovejas por el cuello y permite la
defensa ente culebras, pequeñas alimañas, perros de pueblos, etc. o algún
paisano, si se pone tonto.
En las últimas posiciones, varias cabezas transitan remisamente
(unas cojean, otras cabizbajas), su sentido gregario les proporciona fuerzas
para mantenerse unidas al grupo; en ciertos casos, el pastor debe adoptar
medidas para subsanar el problema (curar, transporte especial) o evitar
sufrimientos innecesarios. En varias ocasiones, recuerdo haber encontrado algunas
borregas vagando entre las escobas, quizás se habían extraviado o descolgado de
sus compañeras por enfermedad, parto, etc.
A la retaguardia de la tropa lanar, observamos la presencia de
dos grandes perros merineros (un cervato y otro lobato) que avanzan con
parsimonia hasta que nos descubren, momento en que se acuestan y nos observan,
sin perdernos de vista (mensaje recibido: “prohibido acercarse”) mientras
permanecemos en las inmediaciones.
Seguimos subiendo hasta El Collao, por donde vigila Máximo, de
Villafrea, el “persona” del otro flanco, que nos saluda amablemente: “¿Qué pasa
rapaces?”; nos interesamos por el significado de la letra B dibujada en el lomo
de las rumiantes y nos explica que es la marca de su propietaria, la condesa de
Bornos; asombrados le preguntamos si todas las reses pertenecen a su ganadería
y recibimos una lección magistral. Cada pastor podemos añadir al rebaño
nuestras animales (ovejas, cabras y caballerías) cuyo número de cabezas varía
en función de la jerarquía; no obstante, la inmensa mayoría son de la noble;
“en las haciendas extremeñas hay muchas reses y pocos amos, no es como en
nuestra tierra donde hay muchos ganaderos y pocas vacas”. Además nos matiza que
por realizar su trabajo de pastoreo reciben un jornal.
Al poco rato vuelvo a percibir, en progresión ascendente, el
concierto de elementos sonoros propio del rebaño, al ritmo de los campanos aparecen
por el horizonte el desfile de nuevas unidades lanares. En cuestión de veinte
minutos pasa por mi línea de visión la vanguardia de otro rebaño, el cual avanza
por el Hoyo de la Cuesta), pues su compañero se ha percatado que otra gran
mancha blanquecina progresa delante y, por ello, dirige sus huestes por la
parte superior del terreno ya que la inferior (más cómoda) ha sido degustada
por los primeros.
Estoy agazapado, en silencio, medio oculto detrás de una mata de
escobas, pero un perro de carea me delata con sus ladridos; se acera el
guardián y exclama: “Coño, si tenemos aquí un lobín. ¿Qué haces home?”. Le respondo
que me presta ver el paso de las merinas, pero Ángel me advierte: “este ganado, cuanto más lejos
mejor, nos dan mala vida”; le matizo que en mi pueblo algunos vecinos opinan
igual sobre las vacas. “Angelillo” (apodo de mi interlocutor) procede de un
pueblo de Toledo y lleva un ritmo de trabajo opuesto a nuestros pastores
montañeses pues en verano se halla lejos de su casa pero, en invierno y
primavera, convive con los suyos frecuentemente. Al despedirse me ofrece un
consejo: “estudia si quieres ser un hombre de provecho y tener un buen trabajo”.
Permanezco meditando sobre la recomendación anterior hasta que,
al son de los campanos y demás instrumentos, asoma la mayor agrupación ovejuna
de la mañana (2.000 “condesas”), guiadas por dos personas, lo cual me extraña;
cuando están a mi altura, me acerco a ellos y les interrogo (sin parar la
marcha) sobre el motivo de viajar acompañados y tranquilamente. El más maduro
(Miguel) me aclara que el joven es su hijo (Fernando), que hace funciones de
zagal primerizo para el rebaño anterior y, de vez en cuando, se juntan para
echar un cigarro y dar un trago de la bota (siempre inseparable, junto al
morral), además de aprovechar para transmitirle sus conocimientos y
experiencias profesionales.
Les acompaño hasta el vial de acceso al parador, donde les abandono
para dirigirme a su amplia terraza o “mirador de los valles”, con la intención
de disfrutar del espectacular desfile de las damas ovinas; un mastín blanco me persigue
y se coloca estratégicamente, en la parte cimera de las escaleras, y allí
permanece, controlando, hasta que rebasa la última res.
Desde ese observatorio privilegiado, contemplo el transcurrir
del ganado y las personas hacia un futuro incierto hasta que se alejan en el
horizonte del valle condenado a morir, sin percatarme que nuestro pueblín va en
la misma dirección.
Jesús (el mediano de Toño y Enedina).