NUESTROS VECINOS DE LOS BARRIOS
ARRIBA Y SAN PEDRO.
Como estoy al lado de casa Flora (también hay tienda, al entrar,
a la derecha), aprovecho para comprar una bolsa de pipas y me intereso por el
paradero de Pelayo, cuyo oficio de capador me despertaba cierta admiración y
mucho respeto (“con éste hay que llevarse bien”). Ha ido a Éscaro, a operar.
Salgo y me voy corriendo hacia la preciosa casa (con sus
exuberantes y variadas flores) de mi tía Paz; al traspasar la portillera
percibo un olor muy agradable y familiar, está haciendo unas rosquillas
buenísimas y me espeta: “siempre llegas en el momento más oportuno”. Mi tío
Laureano está respanchingao en el escaño y me repite lo de siempre: “¿Qué pasa
rosio?”. Haciendo un esfuerzo (pequeño) doy cuenta de dos dulces (tercer
desayuno) junto con mi tío, el cual ya tiene excusa para zampar otro par de
ellas, y luego me pide que le acompañe a darle agua al toro del pueblo (es el
responsable de atenderlo).
En el trayecto vemos a Eusebio, “el cardenal”, sentado al sol en
su sillón, delante de casa, y a su nuera, Lola, que se dirigía al famoso huerto
(donde solíamos “coger sin permiso” alguna manzana) para tender un balde de
ropa. Antes de arribar al toril, nos percatamos que Gundo está herrando una
vaca en el potro y aprovecho para fijarme detenidamente en las maniobras y
actuaciones: pasa el pujavante, la escofina, pone el callo, clava, etc. (cada
poco la vaca se agita pero está bien sujeta, el herrador siempre reitera lo
mismo: “cagüen crista”); entre tanto, pasa Eulogio, con su carretilla de metal
(cargada de abono y la trenta pinchada); le preguntan al estilo lugareño:
“¡Ehhhhhhhhh!, ¿ónde vas?” y responde: “a echarla en el abonero” (en El
Regachín hay muchos montones y cada uno tiene su dueño, aunque no lo parezca).
De vuelta al recorrido, delante de la casa del señor cura, su
padre (Hilario) se afana en cortar palos medianos y ello se explica por el
agradable olor que proviene de la ventana pues la señora Lucrecia ya ha puesto
en la lumbre el pote, para que la comida se haga lentamente.
Tomo la dirección hacia la cuadra de mi tío Francisco, para
asomarme por el cuarterón con la intención de ver las vacas (era una costumbre
de rapaces), y oigo a una mujer (Rosario, la de Eulogio) regañar a un hijo
mayor porque estaba muy sucio (pisaría una boñiga o se caería en un charco,
cosas normales de niños); sigo mi camino por la calleja de Alberto y delante de
la casa de Melchor para acabar enfrente de la vivienda de Ambrosio y Emilio,
donde ambos están cargando unos jatos en un pequeño camión. Aurora (esposa del
segundo) supervisa las operaciones sosteniendo una cesta con huevos recogidos
del gallinero.
Una vez finalizada la supervisión de las tareas de portes,
reinicio mi ruta; ahora procede visitar, obligatoriamente, al afectuoso señor
José, “el cestero”, que hallo concentrado en su oficio (solía ir a segar con mi
padre y, tanto él como su mujer y ayudante, María, tenían un trato muy cariñoso
con nosotros). Me quieren regalar un cesto recién hecho pero le explico que, para
nuestra modalidad de pesca, son mejores los viejos ya que si se rompen (por
aplastarlos y rozar con el fondo) no pasa nada (nadie nos reñiría); me indica
que vaya a la cuadra y escoja uno entre todos los que almacena.
Desde el corral de “el cestero”, veo pasar a D. Antonio y
pienso: igual va a dar misa, si le ayudo me gano unos céntimos y ya tengo para
comprar alguna chupitaina. Echo una carrerina, le alcanzo y le ofrezco mis
servicios como monaguillo; el señor cura me dice que no va a decir misa pero me
encomienda una misión delicada: llevar “la Santina” a casa de Piedad. No me
puedo negar a la petición de la autoridad eclesiástica (aunque no sea
remunerada) y nos encaminamos hacia la iglesia, en animada charla y recibiendo
buenos consejos: estudia mucho, pórtate bien, cumple los mandamientos, respeta
al prójimo, etc.
Por el camino, encontramos a María (madre
de Marina) lavando en el calce y al tío Quico, “el caminero”, el cual retorna
de un paseo hasta el río (anoche llovió y calza madreñas, también porta el
paraguas, por si acaso). A su lado, Félix y Pilar charlan relajadamente, como
hacen aquí muchas personas cuando se encuentran. De esta escena hay una
memorable prueba fotográfica.
Accedo al templo con D. Antonio y, en silencio, nos dirigimos a
la sacristía, donde me comenta: “este edificio tiene mucho valor pero más las
personas que acuden a rezar”; luego me entrega “la Santina” y una moneda de real
(¡qué alegría!, ya no contaba con esta propina). Con mucho cuidado (el valor
del objeto de veneración lo requiere), salgo de la iglesia e, inesperadamente,
veo venir las vacas de Nati, que las arrea hacia su casa. Rápidamente, me
escondo tras el muro hasta que se alejan (esta señora ha reñido con algún
vecino y nos aconsejan mantener ciertas distancias). Reanudo mi delicada tarea
de traslado y la culmino de casualidad, pues Piedad partía para Riaño, a
comprar (no de compras).
Con la satisfacción del deber cumplido y a esta altura de la
calle, decido visitar a mi abuela; en el trayecto avisto a Agapito y Emilia
faenando en el huerto; ésta cava las patatas y aquél ara con la pareja, hace
una parada al lado de la empalizada y, muy serio, me solicita que vaya delante
de la vacas para que vayan por el surco; ante mi asombro, se echa a reír y le
respondo: “otro día, ahora tengo mucha prisa”. Al mismo tiempo, oigo un sonido
repetitivo: Julián pica la guadaña recostado en el suelo de su portalada; no
muy lejos, Isolina parte leña con el hacha.
Jesús (el mediano de Toño y Enedina).