LAS NIÑAS
TAMBIÉN JUEGAN
Hace un día
espléndido, salgo de casa, cojo el aro y su gancho, me acerco a la esquina del
huerto de Asela (para el visual saludo habitual al Yordas y Los Doblos),
observo a varias niñas en el patio de la escuela. Sobre el escalón de acceso, Cristina
y Elena (hijas de Mauro) juegan a cocinitas con la primogénita de Emilio (María
José) y la “única entre machitos” de Olegario (Lola); el agua del calce aporta
las sustancias liquidas, mientras que el polvo del suelo, la tierra y las
piedrinas sustituyen a los elementos sólidos y los yerbajos se convierten en
especias y verduras de todo tipo.
En el centro
del patio observo a Lourdes y Loli que sujetan la goma a la altura de los pies,
mientras van saltando Irene y Nieves, primero individualmente y luego ambas
juntas; la goma va ascendiendo por el cuerpo (tobillos, rodillas, cadera) según
se completan canciones y pruebas superadas. En las inmediaciones, mi prima
Silvia y Mari Mar aguardan el fallo de alguna practicando con la comba; una es
artesana (de cordel) y otra de tienda, rematada con manillas de color rosa en
sus extremos.
Al cabo de
unos minutos aparecen unos rapaces que empiezan a hacerles rabias: Pepín agarra
la goma, la aleja y la suelta contra el muslo de su hermana; Fernando intenta
efectuar los saltos y se lía la goma en el tobillo (cae al suelo), mientras Manolín
(el de Gundo) intenta parar a Nieves que lanza golpes a ambos, hasta que Irene
viene con un palo, que ha cogido del huerto de Andrés, y empieza a medirles las
costillas.
Por otra
parte, Tomasín y César se dirigen a probar las comiditas pero salen escaldaos,
pues las cuatro cocineras forman una barrera infranqueable. Los veraneantes,
José Luis (el de Emilia) e Iñaki (el de Araceli), acompañados de Ricardín,
contemplan, desde la orilla del calce, la derrota de las huestes masculinas y
disfrutan (a carcajadas) de la victoria del grupo femenino en ambos frentes.
Tras la huida
de los machos humillados, pongo a rodar el aro por la tierra y me dirijo hacia
el centro urbano, mas sólo llego hasta la altura de la casa de Metrio; en una
orilla de la calle, a la sombra del portalón del tío Patricio, se hallan cuatro
niñas jugando a la rayuela; permanezco unos minutos observando sus rotaciones:
Lidia no atinó con su teja (al lanzarla a la cuadrícula), Merche perdió su
turno al desequilibrarse (se desplazaba a la pata coja, demasiado deprisa),
Sara golpeó varias veces la piedra plana con su pie (a la tercera, sobrepasó la
cuadrícula que le tocaba) y Camino pisó la raya, al efectuar el recorrido final
con los ojos cerrados.
De repente,
varios chavales interrumpen el desarrollo del juego: Albertín agarra el
guijarro y lo lanza al cielo, Pedrito (el de Gundo) le imita con una teja y
Vicente (el de Dito) y Juanjo (el de Fabio) intentan borrar las rayas marcadas
en el suelo arrastrando los pies; pero se encuentran la feroz oposición de las
rapacinas, manifestada en empujones, insultos (burro, tocho, etc.) y manotazos
al aire, también algunos impactos en cabezas y cuerpos. Rafael (el de Olegario)
que permaneció neutral (en México no serán habituales estas riñas infantiles)
pudo comprobar la retirada de los cuatro intrusos mientras escuchaba el
comentario de mi prima: “mírales, van como el cemento de don Rufo”; el manito pregunta
con su acento peculiar: “¿y cómo iba ese cemento?”, y la misma respondió: “iba que
jodía”. Les dejo riéndose a carcajadas.
Alejados los
“rufonines”, las chiquillas perfilan los cuadrados y prosiguen su actividad
lúdica; yo me encamino hacia la casa de Eusebio, pues me llegan sonidos de
tonadas infantiles. Arancha y Ana Mari (la de Nides) le dan a la cuerda sin
parar, mientras otras niñas van entrando y saliendo al centro del arco, a la
par que ejecutan ciertas tareas relacionadas con la letra de las canciones:
“Soy la reina de los mares…”, “El
cocherito leré…”, “Quisiera ser tan alta como la luna…”, “Soy el farolero de la
Puerta del Sol…”, “Una tarde fresquita de mayo…”, “Al pasar la barca, me dijo
el barquero…”, etc.
Entretanto, se
acercan al escenario unos chavales que estaban sentados en las barras de la
portalada; Ramón y Anselmo se ofrecen a “darle a la soga” pero enseguida
aceleran el ritmo, hasta que las expertas saltarinas no aguantan y les
reprenden por su actitud incorrecta. Una vez reanudado el juego, los rapaces se
dedican a producir ondas, dificultando el salto a ras de suelo y alterando, de
nuevo, a las chiquillas (Anselmo recibe un mosquilón de Ana, la melliza). Tras
el restablecimiento de la paz (en las condiciones impuestas por las féminas) se
vuelve a originar otro altercado ya que empiezan a estirar desde los extremos (con
la pretensión de introducirles la cinta entre sus piernas) y, mientras tanto, Vicente
y Santiaguín no cesan de interferir intentando meterse, parando el juego, discutiendo
con las contrarias, etc. hasta que éstas se cansan, tiran la cuerda, se
enfrentan a manotazos y patadas, hasta que los valientes deciden “hacer mutis
por el foro”, recibiendo insultos varios (escagarruciaos, mangarrianes, melón,
mostrenco, etc.) y cometarios diversos: ¡hala! a tomar po’l culo por ahí, id a
sacar el abono,… y así ya estáis en la mierda, etc. Los muchachos se dirigen hacia
el puente “cagando centellas” y mirando por el rabillo del ojo a sus
perseguidoras enfurecidas, sin perder de vista las piedras que volaban hacia
sus objetivos corporales.
Bueno, a pesar
de la belicosidad de género, la sangre no llegaba al río y solía ser el origen
de chanzas posteriores, en los momentos de serenidad.
Jesús (el
mediano de Toño y Enedina).