OTRAS HISTORIAS DE NUESTRA IGLESIA.
Años 60. En la iglesia de nuestro pueblo se
celebraban los acontecimientos habituales (misas, rosarios, catequesis, bodas, bautizos,
comuniones, funerales, avisos con las campanas, etc.) y otros no tan
corrientes, como que Goyo (el de Fermín y Domitila) celebrase su primera misa
el mismo día que mi primera comunión. Pero yo quiero recordar las
acontecimientos, sencillos y cotidianos, que ocurrían alrededor de la iglesia,
como los juntorios de todo el pueblo, que se producían después de misa en el
pórtico. Mientras tanto, los niños nos dedicábamos a otras actividades:
1. Corretear entre los
corrillos esquivando a los contertulios hasta que nos chocábamos contra
alguien, que nos reprendía o se acordaba de nuestra madre (sin referir
oficios).
2. Otras veces nos dedicábamos a correr alrededor
del muro de la iglesia, entrando y saliendo por las entradas del muro que
rodeaba el pórtico (haciendo un circuito). Había dos modalidades: contrarreloj
(sin cronómetro: un niño iba contando a ritmo de segundero) y persecución (un rapaz
a pillar al otro). Pero todo deporte tiene su riesgo y aquí era habitual que
acabáramos metiendo la pata en el calce, si nos pasábamos de frenada al salir
por el hueco del muro que daba a calle de Nati. Y muchas veces acabamos con algún
rasponazo que no se curara con un poco de agua del calce o aplicando saliva
propia, y, en rara ocasión, un poco de mercromina. Bueno, una vez me acuerdo que
a mi hermano, el mayor, le tuvo que llevar Pepe “Ruscos”, en su Vespa, al
médico por que se abrió la cabeza.
3. Otra aventura era
subir al muro, metiendo la punta de los pies entre las piedras (nadie te
ayudaba, cada uno tenía que arreglárselas). Una vez que conseguías subir y
ponerte de pie, empezabas a caminar lentamente por esas alturas (con mucho
miedo a caerte) pero cuando ibas cogiendo confianza comenzabas a correr por
encima de las losas, hacías la esquina derrapando y acababas saltando las entradas
como un atleta. Aunque esto parezca algo sencillo y rápido era una meta que se
lograba en varios años ya que los primeros intentos de escalar el muro se
producía a los 3 o 4 y hasta los 7 u 8 no traspasabas las entradas
sobradamente. La entrada principal era muy delicada ya que tenía las piedras
redondeadas y un error de cálculo al saltar conllevaba un elevado peligro para
ciertas partes muy delicadas, en caso de un resbalón lateral.
4. Pero la mayor hazaña consistía en coronar el
campanario y también se empleaban varios años, excepto cuando te llevaba de la
mano un adulto. Esta proeza se desarrollaba en tres etapas: en la primera
debías ascender (si eras pequeño “a gatas” y luego erguido) las piedras más
grandes, situadas hasta que hace esquina.
El segundo tramo te llevaba a superar el tejado y comprendía las
escaleras de piedras más pequeñas que enlazaban con la escalinata de madera, al
final; este tramo era el más peligroso por el canguelo que ibas acumulando y
por estar deteriorado a propósito por nuestros mayores (no lo arreglaban) pues
pensaban que así no subiríamos; no se daban cuenta que era cuestión de tiempo y
un reto a nuestra intrepidez. Desde el campanario se disfrutaban de sensaciones
únicas para un niño: la altura del suelo (distinta a que si ves el pueblo desde
el Hoyo de la cuesta), la cercanía de las cigüeñas (especialmente cuando
“machacaban el ajo”) y cuando subía a repicar las campanas con mi padre. Ah, y
la satisfacción de llegar a la cima que se certificaba con un suave toque de
campana para que lo oyera y nos viera algún vecino, el cual certificaría hecho;
aunque luego se chivara a tus padres y te supusiera un correctivo.
Aunque el agua haya borrado nuestro entorno, nos
queda la nueva iglesia como testimonio de nuestras vivencias y nos trae
recuerdos inolvidables para quienes tuvimos el privilegio de coincidir en este
lugar durante un tiempo que, ojalá, hubiera sido más duradero.