viernes, 11 de noviembre de 2016

LOS JUEGOS EN LA PUERTA: PICALVO EN TIERRA...


PICALVO EN TIERRA…

Estoy desayunando junto a mi hermano mayor y el gato, que deambula por debajo de la mesa miagando suavemente; aparece mi padre para indicarnos que tenemos tarea: picar un montón de salgueras amontonadas en la portalada. Acto seguido nos pusimos a ello para acabar pronto y dedicar el resto del día a nuestras andanzas por La Puerta. De repente, se acercan varios amigos solicitando que vayamos a jugar con ellos pero les explicamos que debemos cumplir nuestro encargo paterno. Inmediatamente, todos se implican para finalizar cuanto antes: Manolín y Metrines cogen la sierra y van cortando los troncos sobre el caballete, Javi separa las salgueras del montón y las acerca a los cortadores con hacha (Michel y yo); Enrique y Alfredín colocan los troncos en la rimera. Mientras saca las varas, mi primo Javier percibe la forma del picalvo en una de ellas y nos propone hacer uno para jugar después; me pasa la rama, corto el trípode y siete palos, uno para cada jugador.

Finalizada la tarea nos dirigimos al campo de juego habitual, situado entre el inicio de la calle (línea de lanzamiento) que parte enfrente de la casa de mi tía




Carmen y la entrada a la cuadra del tío Benito. A la derecha, aguanta en pie medio muro, en ruinas, que contiene la invasión del estiércol procedente de los aboneros que se acumulan al otro lado; al final, se eleva un palenque que sirve de protección al picalvero. A la izquierda se halla la pared de la portalada de Eusebio (con un ventanal, apropiado para espectadores y a su altura se traza la primera línea de la zona del picalvo) y a continuación la tapia que conforma el cierre del corral del establo referido; al final de esa pared se marca la segunda línea de la zona del picalvo).  

Por el camino, nos cruzamos con Vicente, Ramón y Anselmo, los cuales, enseguida se apuntan al juego; le digo a mi hermano que vayan a nuestra portalada y cojan unos palos de la rimera. Al pasar por delante de la casa de Metrio, encontramos una pitera apropiada, separando la piel de la suela de un zapato viejo abandonado entre las ortigas.

Yo me ofrezco para quedarme de picalvero y trazo las líneas de la zona del picalvo y el círculo donde colocarlo (se dibuja girando el trípode sobre una pata, a modo de compás). Me sitúo detrás del palenque protector (a la derecha, al final del muro) y mis amigos comienzan a lanzar sus palos. Les recuerdo que para pasar entre las líneas, el trípode debe estar caído o alguna de sus partes fuera de su círculo (puede ocurrir que se desplaza pero no cae) y en otros casos hay que arriesgarse para triunfar.

Enseguida, acuden otros chavales (Joseale, Tinín, Paquito, Toti, etc.), también ninas (Maribel, Carmina, Maite, Rosana, Belén, etc.), de diversas edades (Luismi, Pedrito, Albertín, Pacita, Engracia, Ana Carmen, etc.) y estaturas, que desean participar (por norma, el nuevo jugador debería quedarse de picalvero pero renuncio a ese privilegio porque quiero pillar a uno de los chicos mayores); aceptamos a todos y es curioso cómo se ponen a rebuscar, cada uno, su palo de lanzamiento en los leñeros próximos. Algunos eligen unas estacas exageradas (¡qué atorrantes!) y los chavalines se deciden por unos palines demasiado frágiles (en caso contrario no alcanzarían el objetivo).

Los palos volaban por el espacio aéreo o se arrastraban por el suelo, el picalvo saltaba por los aires, salía despedido o se desplazaba ligeramente; cada vez que sucede, el autor debe gritar: “picalvo en tierra, picalvero de la mierda”. Como picalvero acudo raudo a pinarlo o recolocarlo, los jugadores traspasan las líneas de la zona (unos para “arriba” y otros para “abajo”) y estoy muy atento para lanzar la pitera (al que le dé, se queda de picalvero). En una ocasión se la tiro a mi primo Toño, el cual se agacha y la suela, tras superar la tapia, acaba en el abonero de su abuelo; esto es una faena ya que el tiempo invertido en recogerla y limpiarla permite que todos los jugadores regresen tranquilamente a la línea de tirar.



El siguiente juego se puso muy interesante pues nadie consigue derribar el calvo; ahora hay que arriesgarse a traspasar las líneas sin ser cazado, provocando al picalvero; unos me tientan por el lateral derecho (arrimados al muro) y otros por el izquierda, hasta que el gocito de Veyo intenta el acto triunfal (evitar el proyectil con un requiebro, un engaño, etc.) pero tiene mala suerte: al iniciar la carrera pisa una moñiga y cae al suelo, recibiendo al mismo tiempo dos golpes: la morrada y el piterazo. Se reincorpora tranquilamente, pasa la mano por sus rodillas para quitar el polvo y las piedrinas adheridas, se frota las manos y… que no pare el juego.

Los jugadores respetan ciertos códigos no escritos, como que los mejores lanzadores lo hacen al final (es la manera de “salvar” al resto) o que los más hábiles intentan engañar al guardián; pero el picalvero también tiene sus trucos para sorprender a los jugadores: tirar a la remanguillé, hacerse el distraído, espera al más torpe, etc.

Al final, hemos jugando hasta la hora de comer, incluso algunos mayores, que pasaron por allí, nos suplicaron que les dejáramos hacer un lanzamiento (se nota que lo añoran) y se permitían darnos alguna lección o consejo (aunque fallaran). 


Jesús (el mediano de Toño y Enedina).