PICALVO EN
TIERRA…
Estoy desayunando junto a mi hermano mayor y el gato, que deambula
por debajo de la mesa miagando suavemente; aparece mi padre para indicarnos que
tenemos tarea: picar un montón de salgueras amontonadas en la portalada. Acto
seguido nos pusimos a ello para acabar pronto y dedicar el resto del día a
nuestras andanzas por La Puerta. De repente, se acercan varios amigos
solicitando que vayamos a jugar con ellos pero les explicamos que debemos
cumplir nuestro encargo paterno. Inmediatamente, todos se implican para
finalizar cuanto antes: Manolín y Metrines cogen la sierra y van cortando los
troncos sobre el caballete, Javi separa las salgueras del montón y las acerca a
los cortadores con hacha (Michel y yo); Enrique y Alfredín colocan los troncos
en la rimera. Mientras saca las varas, mi primo Javier percibe la forma del
picalvo en una de ellas y nos propone hacer uno para jugar después; me pasa la
rama, corto el trípode y siete palos, uno para cada jugador.
Finalizada la tarea nos dirigimos al campo de juego habitual,
situado entre el inicio de la calle (línea de lanzamiento) que parte enfrente
de la casa de mi tía
Carmen y la entrada a la cuadra del tío Benito. A la derecha,
aguanta en pie medio muro, en ruinas, que contiene la invasión del estiércol procedente
de los aboneros que se acumulan al otro lado; al final, se eleva un palenque
que sirve de protección al picalvero. A la izquierda se halla la pared de la
portalada de Eusebio (con un ventanal, apropiado para espectadores y a su
altura se traza la primera línea de la zona del picalvo) y a continuación la
tapia que conforma el cierre del corral del establo referido; al final de esa pared
se marca la segunda línea de la zona del picalvo).
Por el camino, nos cruzamos con Vicente, Ramón y Anselmo, los
cuales, enseguida se apuntan al juego; le digo a mi hermano que vayan a nuestra
portalada y cojan unos palos de la rimera. Al pasar por delante de la casa de
Metrio, encontramos una pitera apropiada, separando la piel de la suela de un
zapato viejo abandonado entre las ortigas.
Yo me ofrezco para quedarme de picalvero y trazo las líneas de
la zona del picalvo y el círculo donde colocarlo (se dibuja girando el trípode
sobre una pata, a modo de compás). Me sitúo detrás del palenque protector (a la
derecha, al final del muro) y mis amigos comienzan a lanzar sus palos. Les
recuerdo que para pasar entre las líneas, el trípode debe estar caído o alguna
de sus partes fuera de su círculo (puede ocurrir que se desplaza pero no cae) y
en otros casos hay que arriesgarse para triunfar.
Enseguida, acuden otros chavales (Joseale, Tinín, Paquito, Toti,
etc.), también ninas (Maribel, Carmina, Maite, Rosana, Belén, etc.), de
diversas edades (Luismi, Pedrito, Albertín, Pacita, Engracia, Ana Carmen, etc.)
y estaturas, que desean participar (por norma, el nuevo jugador debería
quedarse de picalvero pero renuncio a ese privilegio porque quiero pillar a uno
de los chicos mayores); aceptamos a todos y es curioso cómo se ponen a rebuscar,
cada uno, su palo de lanzamiento en los leñeros próximos. Algunos eligen unas
estacas exageradas (¡qué atorrantes!) y los chavalines se deciden por unos
palines demasiado frágiles (en caso contrario no alcanzarían el objetivo).
Los palos volaban por el espacio aéreo o se arrastraban por el
suelo, el picalvo saltaba por los aires, salía despedido o se desplazaba
ligeramente; cada vez que sucede, el autor debe gritar: “picalvo en tierra,
picalvero de la mierda”. Como picalvero acudo raudo a pinarlo o recolocarlo, los
jugadores traspasan las líneas de la zona (unos para “arriba” y otros para
“abajo”) y estoy muy atento para lanzar la pitera (al que le dé, se queda de
picalvero). En una ocasión se la tiro a mi primo Toño, el cual se agacha y la
suela, tras superar la tapia, acaba en el abonero de su abuelo; esto es una
faena ya que el tiempo invertido en recogerla y limpiarla permite que todos los
jugadores regresen tranquilamente a la línea de tirar.
El siguiente juego se puso muy interesante pues nadie consigue
derribar el calvo; ahora hay que arriesgarse a traspasar las líneas sin ser
cazado, provocando al picalvero; unos me tientan por el lateral derecho
(arrimados al muro) y otros por el izquierda, hasta que el gocito de Veyo
intenta el acto triunfal (evitar el proyectil con un requiebro, un engaño,
etc.) pero tiene mala suerte: al iniciar la carrera pisa una moñiga y cae al
suelo, recibiendo al mismo tiempo dos golpes: la morrada y el piterazo. Se reincorpora
tranquilamente, pasa la mano por sus rodillas para quitar el polvo y las
piedrinas adheridas, se frota las manos y… que no pare el juego.
Los jugadores respetan ciertos códigos no escritos, como que los
mejores lanzadores lo hacen al final (es la manera de “salvar” al resto) o que
los más hábiles intentan engañar al guardián; pero el picalvero también tiene
sus trucos para sorprender a los jugadores: tirar a la remanguillé, hacerse el
distraído, espera al más torpe, etc.
Al final, hemos jugando hasta la hora de comer, incluso algunos
mayores, que pasaron por allí, nos suplicaron que les dejáramos hacer un
lanzamiento (se nota que lo añoran) y se permitían darnos alguna lección o
consejo (aunque fallaran).
Jesús (el mediano de Toño y Enedina).