BUSCANDO CENCERROS.
Me he despertado pronto, estamos en
antruido, la choza está preparada en lo alto de El Camperón y hay que buscar
cencerros para corretear por el pueblo con ellos colgados de un ancho cinturón.
Siempre hay una disimulada competición para comprobar quién es el mocín que
porta el campano más grande y cuál lleva mayor cantidad de elementos sonoros.
Mi padre tiene seis unidades, las cuales
repartirá equitativamente a dos por hermano: los grandes para el mayor, las
pequeñas (una cencerrina y una esquila) para Vicente y para mí los otros dos
medianos (como mi posición en la jerarquía fraternal). Pero yo quiero conseguir
más elementos sonoros y por ello analizo las opciones: mis tíos Francisco y
Laureano no podrían prestarme ninguno ya que ambos tiene suficiente con
repartir entre sus diversos hijos; sin embargo, con los otros dos tíos igual
hay suerte.
Al salir de casa, veo a mi tío Vitorino
(sólo tiene una hija) que se si dirige a la cuadra (irá a ordeñar, lleva dos
cuernas); me acerco, le comento mis intenciones e, inmediatamente, saca tres
cencerros de un cajón cubierto de telarañas. Le agradezco que me los deje y
muestro mi espontánea alegría por la cantidad, pero al poco rato se torna en
cierta tristeza porque me ordena compartirlos: “uno para cada hermano”. Creo
que mi tío ha obrado acertadamente y ya no me importa ceder uno a cada hermano
(en otras ocasiones ellos me han dejado sus cosas).
Posteriormente, visito a mi tío Agustín (tiene
un hijo pequeño y tres hijas), el cual se halla cepillando las vacas y, tras
comentarle mi deseo, extrae un cencerro de un desgastado collar de cuero
(colgado de una clavija fijada en la pared) y me comenta: “no lo pierdas, que
en primavera hay que ponérselo a la Linda”. Como sé que tiene más instrumentos
le pregunto si puede cederme alguna esquila pero me responde: “chacho, hay que
repartir con tus hermanos y tus primos; diles que venga a por ellos. Y la esquila
es para Nando”.
Al mediodía, me dirigía hacia mi casa por
detrás de la cuadra de Metrio y, justo antes de tomar la callejina anexa,
coincido con mi vecino Andrés, el cual sacaba una carretilla de abono; me
pregunta: “¿qué haces nin?”. Le informo que ando buscando cencerros para correr
el anturido y me dice que le acompañe a la cuadra, donde me entrega un “casi
campano”, muy sonoro, y me advierte: “agarra el badajo, sal sin hacer ruido, no
le digas nada a Fe (su esposa) y mañana me lo retornas”. Al día siguiente, meto
un puñao de hierba entre el badajo y el metal, traspaso la callejina, me asomo
al rebasar la esquina de mi cuadra y le veo partiendo leña en su portalada. Me
acerco sigilosamente, le agradezco su préstamo, me pregunta si me ha gustado y
me sugiere que para otro año me deja dos… si encuentra uno que tiene en el
desván, entre trastos.
Después de comer, decido ir a buscar Manolín (el de Pepón), tomo
el camino del barrio Abajo, giro a la altura de la choricera, avanzo en
dirección al cementerio y, en la calle anterior a la casa de mi amigo, diviso a
tío Fermín, delante de su cuadra, unciendo las vacas. Me aproximo, le ofrezco
mi voluntariosa ayuda y es aceptada (“acércame la melena, sujeta la cornal,
trae el sobeo, coge la ijada, etc.”). Acabada la tarea, me pregunta “¿y qué
haces por este barrio?”; al manifestarle que “ando buscando cencerros para
correr el antruido”, se mete en el establo y sale con dos instrumentos medianos:
“toma, te los regalo”. Empiezo a correr y dar brincos mientras su mujer, que
nos observaba desde la puerta de la casa, le interroga displicente: “¿se los
das al rapaz?”; el futurista Fermín exclama sabiamente: “¡bah!, ¿y pa’ qué los
queremos?” (tres de sus hijos son curas y el otro trabaja en Valladolid).
Al anochecer, regreso a casa, entro en la
cocina y encuentro a nuestra vecina, Asela, sentada en el escaño, al lado de la
lumbre, en animada conversación con mis padres. La señora me pregunta: ¿qué
haces Jesusín?” y aprovecho la oportunidad para “dejar caer” mis intenciones (“igual
consigo algo, sus hijos ya son mayores”). Bueno, al cuarto de hora de haber
abandonado mi casa la señora, llama a la puerta su hijo Luis, el cual me
entrega tres elementos de buen tamaño y me indica: “uno para cada hermano y no
te lo cuelgues del cuello”. Me hace un amago de cachete y desaparece apresuradamente
en la noche lobera.
Antes de dormirme, entre las gélidas
sábanas y bajo el sobrepeso de las mantas, hago un recuento de objetos
conseguidos; creo que le voy a cambiar un cencerro por una esquila a mi hermano
menor: “me prestaría llevarla, parece una campanina”. Posteriormente, me surgen
pensamientos sobre la posible relación entre mis vivencias y expresiones
habituales: “estás como un cencerro” o “andas cencerreando todo el día”… mañana
se lo preguntaré a Doña Carmen.
Jesús (el mediano de Toño y Enedina)
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