INFLUENCIAS Y COSTUMBRES RELIGIOSAS.
Una imagen imborrable del duro invierno representa a los cristianos
practicantes acudiendo a la misa dominical, los hombres encorvados en sus
gruesas pellizas con forro de piel y la boina calada en su cabeza encajada
entre los hombros; las mujeres vistiendo abrigos y cubiertas con bufandas, las
abuelas envueltas totalmente en sus toquillas (excepto los ojos), los niños con
nuestro chaquetón y gorro o pasamontañas. Todos avanzan por la calle cubierta
de nieve, llegan al principio del pórtico, se sacuden la nieve de las prendas
de vestir, golpean las madreñas calzadas contra el suelo varias veces (algunos
también las chocan entre sí), dan unos pasos y las descalzan al tiempo que las
depositaban antes de entrar en el gélido edificio. Con las zapatillas caseras
los pies se mantienen calientes durante el oficio religioso.
A muy temprana edad, los adultos ya nos llevaban a misa y al
rosario, es decir, nos obligaban a acudir, no había otra opción hasta que te
convertías en un joven trasnochador. He de reconocer que muchas veces iba
voluntariamente a misa (algunos días dos veces) con la finalidad de ejercer de
monaguillo y así obtener una paguina extra en forma de céntimos o reales que acababan
en casa de Jandra o de Flora.
La distribución de los fieles en el
interior del templo era rigurosa: las mujeres en la parte delantera y los
hombres encima o debajo del coro. Había tres tipos de feligreses: los devotos
(participaban activamente), los oyentes (estaban como ausentes, pensando en sus
cosas: “tenía que estar arando”, “esta tarde igual llueve”, “mañana me tocan
las vacas”, “no sé qué hacer para comer”, etc.) y los durmientes, los cuales se
sentaban (y ni se levantaban ni arrodillaban) en los últimos bancos, debajo del
coro, para no interferir en las oraciones del resto.
A los niños nos prestaba subir al coro (donde los hombres) y nos
colocábamos en primera fila, al lado de la balaustrada, apoyados en el barandal
superior; todo se veía de manera distinta, pero al cabo de un rato ya te
aburrías y acababas entreteniéndote con los barrotes de la barandilla: giros
hacia ambos lados (casi todos estaban gastados y flojos), meter la cabeza entre
dos consecutivos, agarrarlos como si estuvieras preso, etc.; otras veces
lanzábamos hacia abajo alguna piedrina (que alguien había trasladado en el
calzado) o trocines de madera, también nos subíamos a un armatoste que había
depositado en una esquina, tocábamos el cordel interior de la campana, etc.
Desde muy antiguo, la religión ha condicionado la vida de las
personas, en mayor medida en la sociedad rural, materializándose el
cumplimiento de las obligaciones en torno al lugar de culto; La Puerta no era una
excepción en este mundo heredado ya que (casi) todos los habitantes cumplían
con los santos sacramentos y acudían a los actos religiosos que se celebraban:
bautizos, misas, comuniones, rosarios, confirmaciones, novenas, bodas, funerales,
etc.
En mi caso, todos estos acontecimientos no se pudieron oficiar en
nuestra venerada capilla: el bautismo se celebró a finales del año y debieron
calentar el agua para evitar su congelación inmediata pues no recuerdo la
sensación del contraste al contacto con mi cabeza. Mi primera comunión fue un
evento multitudinario al coincidir con la primera misa de Goyo (hubo mayo y
banquete en la sierra para todo el mundo). Para confirmarme tuve que
desplazarme hasta Cuñenabres, aprovechando que el obispo estaba de visita por
la montaña. Mi matrimonio se celebró algo más lejos, en otra arcaica iglesia
zamorana, también reubicada a la vera del Esla, el río que nos une. Del funeral
os adelanto que, probablemente, será de cuerpo presente (desconozco el lugar) aunque
yo “estaré ausente” (si no pienso no existo).
Además, es digno de reconocimiento el valor
de los registros efectuados en documentos específicos, como los datos de
nacimientos, llevados desde muy antiguo en las parroquias y, en muchos casos,
más fiables que los censos administrativos. A quien lo solicite se le entrega
su “fe de bautismo” y en las bodas deben firmar dos testigos por cada parte
(recordad la indisolubilidad del matrimonio).
En el desempeño de esas tareas administrativas intervenía
nuestro admirado párroco, Don Antonio, el cual destacó en el cumplimiento de
sus obligaciones pastorales y humanitarias, siempre preocupado y dispuesto a
ayudar a sus parroquianos, incluyendo los escépticos e impíos. Recuerdo muy
gratamente el catecismo que nos impartía en su casa (al calor de la lumbre
cuando el inclemente frío invadía la iglesia) y su madre, la señora Lucrecia,
nos invitaba a una pasta, rosquillas, caramelos, etc. mientras visualizábamos
una sesión de filminas sobre materias religiosas… ya disfrutábamos de los avances
en tecnología audiovisual.
Creo que las situaciones descritas, las populares celebraciones
sacramentales y el catecismo casero no volverán a producirse en la iglesia
reconstruida, que solamente reconozco cuando aparecen Los Doblos al fondo y sin
esa agua que todo lo diluye, como la contemplábamos desde la casa de Marina.
Jesús (el mediano de Toño y Enedina).
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