jueves, 22 de junio de 2017

OTROS REBAÑOS HACIA LAS MAJADAS DE LOS PUERTOS.


OTROS REBAÑOS HACIA LAS MAJADAS DE LOS PUERTOS.

(Continuación de mi artículo anterior "Un rebaño hacia los verdes pastos montañeses")


Al final del rebaño, unos metros por encima del joven zagal, peregrina Bonifacio, de Remolina, muy conocido por “Bofo”; en su mano izquierda, agarrado por las patas delanteras, transporta un cordero recién nacido y en la derecha una vistosa porracha pues llama nuestra atención la multitud de filigranas en negro, “grabadas con hierro candente durante interminables momentos de soledad en el chozo” (nos confirma resignadamente). Asimismo, comenta que su ocupación es conocida como el “sobrao”, siendo su cometido arrear el ganado (y acelerar el paso en las proximidades de verdes prados y huertas fértiles); le preguntamos por qué no lleva una ijada, como las que usamos para las vacas, y nos argumenta que el cayado se adapta mejor a la mano y le sirve para apoyarse sobre ella, separar ramas, ortigas y cardos del camino; también se puede enganchar a las ovejas por el cuello y permite la defensa ente culebras, pequeñas alimañas, perros de pueblos, etc. o algún paisano, si se pone tonto.

En las últimas posiciones, varias cabezas transitan remisamente (unas cojean, otras cabizbajas), su sentido gregario les proporciona fuerzas para mantenerse unidas al grupo; en ciertos casos, el pastor debe adoptar medidas para subsanar el problema (curar, transporte especial) o evitar sufrimientos innecesarios. En varias ocasiones, recuerdo haber encontrado algunas borregas vagando entre las escobas, quizás se habían extraviado o descolgado de sus compañeras por enfermedad, parto, etc.




A la retaguardia de la tropa lanar, observamos la presencia de dos grandes perros merineros (un cervato y otro lobato) que avanzan con parsimonia hasta que nos descubren, momento en que se acuestan y nos observan, sin perdernos de vista (mensaje recibido: “prohibido acercarse”) mientras permanecemos en las inmediaciones.

Seguimos subiendo hasta El Collao, por donde vigila Máximo, de Villafrea, el “persona” del otro flanco, que nos saluda amablemente: “¿Qué pasa rapaces?”; nos interesamos por el significado de la letra B dibujada en el lomo de las rumiantes y nos explica que es la marca de su propietaria, la condesa de Bornos; asombrados le preguntamos si todas las reses pertenecen a su ganadería y recibimos una lección magistral. Cada pastor podemos añadir al rebaño nuestras animales (ovejas, cabras y caballerías) cuyo número de cabezas varía en función de la jerarquía; no obstante, la inmensa mayoría son de la noble; “en las haciendas extremeñas hay muchas reses y pocos amos, no es como en nuestra tierra donde hay muchos ganaderos y pocas vacas”. Además nos matiza que por realizar su trabajo de pastoreo reciben un jornal.

Al poco rato vuelvo a percibir, en progresión ascendente, el concierto de elementos sonoros propio del rebaño, al ritmo de los campanos aparecen por el horizonte el desfile de nuevas unidades lanares. En cuestión de veinte minutos pasa por mi línea de visión la vanguardia de otro rebaño, el cual avanza por el Hoyo de la Cuesta), pues su compañero se ha percatado que otra gran mancha blanquecina progresa delante y, por ello, dirige sus huestes por la parte superior del terreno ya que la inferior (más cómoda) ha sido degustada por los primeros.



Estoy agazapado, en silencio, medio oculto detrás de una mata de escobas, pero un perro de carea me delata con sus ladridos; se acera el guardián y exclama: “Coño, si tenemos aquí un lobín. ¿Qué haces home?”. Le respondo que me presta ver el paso de las merinas, pero Ángel  me advierte: “este ganado, cuanto más lejos mejor, nos dan mala vida”; le matizo que en mi pueblo algunos vecinos opinan igual sobre las vacas. “Angelillo” (apodo de mi interlocutor) procede de un pueblo de Toledo y lleva un ritmo de trabajo opuesto a nuestros pastores montañeses pues en verano se halla lejos de su casa pero, en invierno y primavera, convive con los suyos frecuentemente. Al despedirse me ofrece un consejo: “estudia si quieres ser un hombre de provecho y tener un buen trabajo”.

Permanezco meditando sobre la recomendación anterior hasta que, al son de los campanos y demás instrumentos, asoma la mayor agrupación ovejuna de la mañana (2.000 “condesas”), guiadas por dos personas, lo cual me extraña; cuando están a mi altura, me acerco a ellos y les interrogo (sin parar la marcha) sobre el motivo de viajar acompañados y tranquilamente. El más maduro (Miguel) me aclara que el joven es su hijo (Fernando), que hace funciones de zagal primerizo para el rebaño anterior y, de vez en cuando, se juntan para echar un cigarro y dar un trago de la bota (siempre inseparable, junto al morral), además de aprovechar para transmitirle sus conocimientos y experiencias profesionales.
Les acompaño hasta el vial de acceso al parador, donde les abandono para dirigirme a su amplia terraza o “mirador de los valles”, con la intención de disfrutar del espectacular desfile de las damas ovinas; un mastín blanco me persigue y se coloca estratégicamente, en la parte cimera de las escaleras, y allí permanece, controlando, hasta que rebasa la última res.

Desde ese observatorio privilegiado, contemplo el transcurrir del ganado y las personas hacia un futuro incierto hasta que se alejan en el horizonte del valle condenado a morir, sin percatarme que nuestro pueblín va en la misma dirección.


Jesús (el mediano de Toño y Enedina).

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