¡QUE ARDA LA CHOZA AL
SON DE LOS CAMPANOS!
Desde hace unos días, tras cumplir con las
obligaciones escolares, los chavales del pueblo se van a “la cuesta”; suben
zigzagueando sobre un terreno muy pindio o utilizando los “escalones” surgidos
en el suelo (algunos portan hachas, picos, palas, etc.) y luego, al oscurecer,
se embalan “cuesta abajo” entre las escobas o deslizándose sobre el pedregal;
ésta es la opción más emocionante, aunque te des alguna culada y acabes con los
pantalones embadurnaos.
Con una organización similar a las hacenderas, se
distribuyen los trabajos: unos a cortar escobas, otros a transportarlas (a
veces, en sencillas trechas) hasta una pequeña explanada situada a la izquierda
de El Camperón, en su parte superior, donde los más fornidos mocines están
cavando unos agujeros en el suelo (a mi primo Paco le han salido bojas). Algunos
mayores ya comentan que “en las tareas caseras y escolares no se afanan tanto”.
El sábado estaba en la portalada, jugando con mis
amigos Manolín y Metrines, vimos pasar a Veyo, Rafa y a Tinín llevando una
llata cada uno, al hombro, de unos 5 o 6 metros de largo; les seguían mis primos,
Toño y Luismi, con sendos cuentos, de unos 3 metros. Me interesé por sus
trabajos y me respondieron que estaban haciendo la choza (no nos habíamos
percatado de la proximidad del antruido). Nos ofrecimos para colaborar y, acto
seguido, Luismi nos encomienda que traslademos los cuentos entre nosotros tres:
uno agarra delante y otro detrás, el del medio sujeta uno en cada mano y, si se
cansa, que vayamos rotando.
Anteayer, lunes (el domingo no se podía trabajar
por prescripción religiosa), los susodichos camaradas acordamos poner nuestro
grano de arena mediante la aportación de un coloño por cabeza. Tras salir de la
escuela, fuimos a la cuadra de Pepón, luego a la de Jandra (mi padre la llevaba
arrendada) y, finalmente, a la de Gundo. Cuando nos disponíamos a salir de la portalada,
cada uno con su coloñín, apareció Gundo (padre de Metrines), el cual, muy
serio, nos preguntó dónde íbamos con eso (creo que pensaba que eran suyos los
tres haces); su hijo le informa que son para la choza, a lo cual responde con
un sonoro “me cagüen crista” y, con reacción felina o canina de supervivencia a
los golpes, echamos a correr en dirección al gallinero de Genoveva; en la
persecución, Gundo no paraba de repetir el mismo mensaje: “como os coja os voy
a dar una panadera…”. Posteriormente, volvimos a recoger los tres manojos y,
corriendo por el camino de La Revisquera, nos dirigimos al Salido de los Jatos
para llegar a la choza.
Los chicos están levantando la estructura (parece
una portería de futbol): en la parte superior se colocan las escobas verdes y
troncos más pesados (como novedad, van a colocar también cuatro neumáticos de
coche que nadie sabe de dónde han salido) y en el interior se colocan la paja,
los gromos y palos secos de diverso grosor. Una vez terminada la obra, a los
más pequeños les prestaba meterse dentro y sentarse como si fuera una casa o
refugio, como las chozas que usan los pastores (quizá sea el origen del nombre,
pensaba yo).
Por fin llega el martes, dejamos las pizarras en
casa e, inmediatamente, hay que colocarse los cencerros, esquilas y campanos en
la cintura. Todos sabemos quién posee cada elemento sonoro (por las vacas), pero
se percibe una disimulada competición por ver quién porta el campano mayor y
quién carga mayor número de unidades ruidosas.
Ahora llega el momento más esperado, empezamos
dando vueltas al pueblo para recoger a todos los participantes, que se unen al
oír el sonido de los instrumentos; con la noche cerrada, subimos a la choza,
comienzan a arder nuestros coloños y los gromos, enseguida se levantan unas
llamas colosales y hace un fuerte, pero agradable, calor (la temperatura
ambiente es un frio helador). A lo lejos, se percibe el resplandor de la choza
de Riaño (la deben hacer por encima de la panadería de Paco); pronto
desaparece… otro año que la nuestra permanecerá más tiempo ardiendo.
Como otros años, en la bajera de El Camperón,
también hemos levantado la chocina, que se quema al oscurecer mientras los rapacines
dan vueltas con sus cencerrinas y esquilas a la cintura.
Para finalizar los festejos, nos dirigimos a casa
de Lola, donde nos agasajan con un delicioso chocolate con bizcochos, galletas,
rosquillas, sequillos, etc. Al salir, el señor Gundo nos pregunta por qué le
hemos cogido los coloños: “uno era de Manolín y otro mío”; al instante,
interroga si le hemos pedido permiso a nuestros padres: silencio y cabeza gacha,
por nuestra parte. Se despide de nosotros: “Hala. Hasta mañana”; posteriormente
exclama murmurando: “¡Jodíos rapaces!”.
Jesús
(el mediano de Toño y Enedina).
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