TOROS Y TORERO LAUREADOS.
Las circunstancias
socioeconómicas de muchos pueblos (grandes y pequeños) aconsejaban la
compartición de servicios y colaboración mutua en su mantenimiento ya que
poseer, individualmente, esos bienes comunes podrían salir muy caro a unas
economías tan ajustadas. Tal es el caso de los sementales de varias especies
ganaderas (toro, verraco) los cuales solucionaban satisfactoriamente las
necesidades de fecundación de las hembras de todo el pueblo. No olvidemos que
los ingresos familiares estaban muy supeditados al ciclo reproductivo: cebado
de jatos, venta de leche sobrante (tras el parto), recría de los mejores
descendientes y el valor de las vacas se incrementaba estando preñadas o recién
paridas.
En La Puerta también disponíamos de un
excelente macho al servicio de cualquiera de los ganaderos del lugar, es decir,
cuando la vaca “andaba tora” (estaba en celo), su dueño la acercaba al toril y
el servicial reproductor cumplía diligentemente su cometido cuantas veces fuera
requerido: daba un par de saltos, el primero obligado y “otro por si acaso”
(raramente le dejaban regodearse); había que gestionar adecuadamente este
patrimonio comunitario ya que en el pueblo había de 160 a 200 vacas, lo cual
nos permite deducir que casi todos los días debía cumplir con sus obligaciones
copulatorias, máxime si consideramos que algunas reses no se quedaban preñadas
a la primera. Y el propietario debía apuntar o recordar la fecha en que se
toraba la hembra pues a los nueve meses nacerá un jatín.
El preciado becerro se
alojaba en los toriles (cuadra sita en las afueras del pueblo, cerca de El Regachín) y constaba
de tres amplios apartados en la planta baja (uno para cada res), incomunicados
y con acceso individualizado por una resistente puerta de madera; en la planta
superior se extendía una tenada diáfana en la cual se metía la hierba recogida
de los praos privativos del animal mediante hacendera.
Yo sólo conocí la
existencia de un toro, el cual moraba en el establo izquierdo, atado a su
pesebre (situado al fondo) y con vistas al potro a través de una sencilla
ventana (los niños también le observábamos desde ese mirador). Me prestaba
subir a la tenada (por cualquiera de los otros dos chiqueros desocupados),
tumbarme sobre el tablao, contemplar al rey vacuno por el vano del pesebre y,
mientras, echarle unos puñaos de hierba “para que no eslengue”. La imagen era
asombrosa: una gruesa cabeza sobre el comedero, armada con dos cortos y gruesos
cuernos, abundante pelaje (liso en la pétrea testuz y revuelto en la ancha
frente), negro hocico, ojos grandes y profundos, cuello coronado con
sobresaliente morrillo y musculoso cuerpo; todos estos rasgos distintivos
imponían un extremado respeto e intensa admiración ante tal portento taurino.
En una ocasión, al
colocarme para disfrutar de la escena descrita anteriormente, me resbalé y caí
por el hueco de la tenada, acabando debajo del morro de la bestia, que se
sorprendió al ver caer un objeto diferente a la habitual yerba; inmediatamente,
sentí el aliento de un resoplido procedente de sus fosas nasales, lanzado a
considerable potencia. Instintivamente, cual resorte, me lancé hacia un lado,
fuera del alcance de sus astas, al tiempo que el bicho meneaba la cabeza hacia
los lados, como diciendo: “estuviste en güingo”.
El departamento central y
derecho (quizás ocupados por sendos astados en tiempos de cuantiosa cabaña
vacuna) se utilizaban, en ocasiones puntuales, para encerrar las vacas y yeguas
que se prendaban en los terrenos del término. Como siempre he admirado a los
equinos, algunas veces, al oscurecer, les liberaba de su prisión: todavía les
veo galopar y oigo sus cascos, encaminándose velozmente hacia el camino de las
eras o el de La Rebisquera.
Mi tío Laureano (el
torero) era el encargado del cuidado del rumiante, de la higiene de la
instalación y de “echarlo a las vacas”; esta última actividad era muy
instructiva pues nos permitía asimilar conocimientos de cariz sexual que no
recibíamos de nuestros padres (tampoco se lo reprochamos pues era un tema tabú).
Me prestaba ver a mi
pariente en faena (muchas veces le acompañaba): limpiaba las aceas y le tiraba
un poco de paja, sacaba el abono (al abonero situado entre el edificio y el
calce procedente de la cuadra de Gundo), le echaba harina al fondo del pesebre
(a veces mezclada con paja) y yerba en la rejilla, para terminar llevándolo a
beber agua al arroyo de El Regachín; aquí era donde el torero demostraba su
especial maestría, manejando esa fornida mole con una larga barra de hierro que
se enganchaba en la anilla colocada en su brusco.
Mi familiar, también procuraba que el servidor público tuviera
una presencia impecable (que luciría en su plenitud ante cualquier espectador)
y eso lo conseguía pasándole, frecuentemente, la rasqueta, el cepillo y la tijera;
así se evitaba el rechazo por parte de alguna hembra melindrosa en sus cruces
instintivos. Además, en estos encuentros, el diestro Laureano debía facilitar y
comprobar que el acto se consumara con garantías de éxito reproductivo pues era
consciente que de ello dependían futuros negocios que repercutían
favorablemente en la economía familiar.
En La Puerta existe
constancia histórica de dos esplendidos ejemplares taurinos, Marianín y
Barqueño, los cuales nos representaron exitosamente en reconocidas exposiciones
ganaderas de la época y defendieron heroicamente nuestro pabellón en las
reñidas peleas contra formidables colosos de otras poblaciones aledañas.
Creo que mi tío Laureano
hizo una gran labor, con especial esmero, total dedicación y gran profesionalidad,
incluso habiendo sido mancado en varias ocasiones por el morlaco. Aunque suene
redundante, Laureano merece ser laureado; yo, mediante estas palabras
encadenadas, le dedico un sencillo homenaje para su reconocimiento y el
recuerdo de sus paisanos.
Jesús (el mediano de Toño
y Enedina).
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