sábado, 22 de julio de 2017

TOROS Y TORERO LAUREADOS.


TOROS Y TORERO LAUREADOS.

Las circunstancias socioeconómicas de muchos pueblos (grandes y pequeños) aconsejaban la compartición de servicios y colaboración mutua en su mantenimiento ya que poseer, individualmente, esos bienes comunes podrían salir muy caro a unas economías tan ajustadas. Tal es el caso de los sementales de varias especies ganaderas (toro, verraco) los cuales solucionaban satisfactoriamente las necesidades de fecundación de las hembras de todo el pueblo. No olvidemos que los ingresos familiares estaban muy supeditados al ciclo reproductivo: cebado de jatos, venta de leche sobrante (tras el parto), recría de los mejores descendientes y el valor de las vacas se incrementaba estando preñadas o recién paridas.

En La Puerta también disponíamos de un excelente macho al servicio de cualquiera de los ganaderos del lugar, es decir, cuando la vaca “andaba tora” (estaba en celo), su dueño la acercaba al toril y el servicial reproductor cumplía diligentemente su cometido cuantas veces fuera requerido: daba un par de saltos, el primero obligado y “otro por si acaso” (raramente le dejaban regodearse); había que gestionar adecuadamente este patrimonio comunitario ya que en el pueblo había de 160 a 200 vacas, lo cual nos permite deducir que casi todos los días debía cumplir con sus obligaciones copulatorias, máxime si consideramos que algunas reses no se quedaban preñadas a la primera. Y el propietario debía apuntar o recordar la fecha en que se toraba la hembra pues a los nueve meses nacerá un jatín.



El preciado becerro se alojaba en los toriles (cuadra sita en las afueras  del pueblo, cerca de El Regachín) y constaba de tres amplios apartados en la planta baja (uno para cada res), incomunicados y con acceso individualizado por una resistente puerta de madera; en la planta superior se extendía una tenada diáfana en la cual se metía la hierba recogida de los praos privativos del animal mediante hacendera.

Yo sólo conocí la existencia de un toro, el cual moraba en el establo izquierdo, atado a su pesebre (situado al fondo) y con vistas al potro a través de una sencilla ventana (los niños también le observábamos desde ese mirador). Me prestaba subir a la tenada (por cualquiera de los otros dos chiqueros desocupados), tumbarme sobre el tablao, contemplar al rey vacuno por el vano del pesebre y, mientras, echarle unos puñaos de hierba “para que no eslengue”. La imagen era asombrosa: una gruesa cabeza sobre el comedero, armada con dos cortos y gruesos cuernos, abundante pelaje (liso en la pétrea testuz y revuelto en la ancha frente), negro hocico, ojos grandes y profundos, cuello coronado con sobresaliente morrillo y musculoso cuerpo; todos estos rasgos distintivos imponían un extremado respeto e intensa admiración ante tal portento taurino.

En una ocasión, al colocarme para disfrutar de la escena descrita anteriormente, me resbalé y caí por el hueco de la tenada, acabando debajo del morro de la bestia, que se sorprendió al ver caer un objeto diferente a la habitual yerba; inmediatamente, sentí el aliento de un resoplido procedente de sus fosas nasales, lanzado a considerable potencia. Instintivamente, cual resorte, me lancé hacia un lado, fuera del alcance de sus astas, al tiempo que el bicho meneaba la cabeza hacia los lados, como diciendo: “estuviste en güingo”.

El departamento central y derecho (quizás ocupados por sendos astados en tiempos de cuantiosa cabaña vacuna) se utilizaban, en ocasiones puntuales, para encerrar las vacas y yeguas que se prendaban en los terrenos del término. Como siempre he admirado a los equinos, algunas veces, al oscurecer, les liberaba de su prisión: todavía les veo galopar y oigo sus cascos, encaminándose velozmente hacia el camino de las eras o el de La Rebisquera.

Mi tío Laureano (el torero) era el encargado del cuidado del rumiante, de la higiene de la instalación y de “echarlo a las vacas”; esta última actividad era muy instructiva pues nos permitía asimilar conocimientos de cariz sexual que no recibíamos de nuestros padres (tampoco se lo reprochamos pues era un tema tabú).

Me prestaba ver a mi pariente en faena (muchas veces le acompañaba): limpiaba las aceas y le tiraba un poco de paja, sacaba el abono (al abonero situado entre el edificio y el calce procedente de la cuadra de Gundo), le echaba harina al fondo del pesebre (a veces mezclada con paja) y yerba en la rejilla, para terminar llevándolo a beber agua al arroyo de El Regachín; aquí era donde el torero demostraba su especial maestría, manejando esa fornida mole con una larga barra de hierro que se enganchaba en la anilla colocada en su brusco.


Mi familiar, también procuraba que el servidor público tuviera una presencia impecable (que luciría en su plenitud ante cualquier espectador) y eso lo conseguía pasándole, frecuentemente, la rasqueta, el cepillo y la tijera; así se evitaba el rechazo por parte de alguna hembra melindrosa en sus cruces instintivos. Además, en estos encuentros, el diestro Laureano debía facilitar y comprobar que el acto se consumara con garantías de éxito reproductivo pues era consciente que de ello dependían futuros negocios que repercutían favorablemente en la economía familiar.

En La Puerta existe constancia histórica de dos esplendidos ejemplares taurinos, Marianín y Barqueño, los cuales nos representaron exitosamente en reconocidas exposiciones ganaderas de la época y defendieron heroicamente nuestro pabellón en las reñidas peleas contra formidables colosos de otras poblaciones aledañas.


Creo que mi tío Laureano hizo una gran labor, con especial esmero, total dedicación y gran profesionalidad, incluso habiendo sido mancado en varias ocasiones por el morlaco. Aunque suene redundante, Laureano merece ser laureado; yo, mediante estas palabras encadenadas, le dedico un sencillo homenaje para su reconocimiento y el recuerdo de sus paisanos.

Jesús (el mediano de Toño y Enedina).


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