TIRA LA BOLA, NIN.
Cualquier domingo o festivo de guardar, tras
la celebración de la preceptiva misa, los hombres acuden al bar de Jandra y algunos
se divierten echando unas partidinas de bolos. Hoy es un día grande, celebramos
nuestro patrón, San Pedro; hace una temperatura estupenda, todo el mundo está
alegre. Mientras se forman los equipos, se organizan los primeros competidores
y se efectúan los sorteos de mano, observo una entrañable escena en la bolera:
Pepe “Ruscos” enseña a sus vástagos el noble juego: Tomás (3 años) tira
repetidas veces al niche con una bola pequeñina (la agarra firmemente con las
dos manos), mientras su hermano Pepín lanza al castro otra bola, “a rastras”,
desde una distancia de unos 3 metros (la intenta asir con una mano pero a veces
se le escapa incontrolada). El padre pina los escasos maderos que sus hijos derriban,
al tiempo que imparte las primeras lecciones teórico-prácticas: el agarre (la
bola se coloca encima de los cinco dedos separados), la postura (mano hacía
atrás, pies juntos y avanza un paso al lanzar), la técnica (hay que “dar rosca”
a la bola), las normas básicas (el niche vale cuatro puntos), etc. Explicada la
teoría, procede practicar y, por ello, tras cada lección, el maestro le dice a
su aprendiz: “tira la bola, nin”.
Durante el desarrollo de las partidas profesionales, los
aprendices nos sentamos en “las gradas” (al borde de la carretera, sentados
sobre la tierra), en el escenario (a la izquierda de las escaleras) o en banco
de madera, pero sin empinar el porrón o las jarras de cerveza que se apuestan
(el que pierde paga). Otros se sitúan en el picadero para coger las bolas que brincan
hacia el puente de la choricera y otros, al fondo, en la zona de manos, para
interceptar las esféricas aceleradas que saltan la llata apoyada sobre el suelo
y acaban en la presa. Había que tener especial cuidado con quienes hacían
“calleja pa’arriba” y “calleja pa’abajo” pues su velocidad podía ser violenta.
Algunos rapaces pinan o, al menos, ayudan a
los adultos, pero todos permanecemos muy atentos al juego y tomamos nota de los
diversas jugadas, tiradas, birles, técnicas, pericias, conteo, dichos
característicos, etc. En algunas ocasiones, por los trabajos realizados, los
pinadores reciben una recompensa en forma de unos céntimos, alguna peseta, un
refresco o un chupachus, un puñao de caramelos o, con mucha suerte, la novedosa
y anhelada bolsa de patatas fritas.
A última hora, cuando ya escaseaban los
jugadores, han solicitado a mi hermano mayor que jugara para completar una
partida; esto era una privilegio de obligado aprovechamiento, a pesar del
estrés y tensión que nos generaba (podías ser el culpable de perder). En alguna
ocasión, si jugaban familiares u otros fomentadores de cantera (como ese gran
aficionado Marino, el de Ángeles), nos metían a un par de rapaces en las
partidas para que “fuéramos fogueándonos”. Siempre recibíamos (“in situ”)
buenos consejos para mejorar en los diferentes aspectos del juego (otra cosa es
que los aplicásemos).
Cuando los adultos se cansaban de jugar (a
última hora de la mañana o al oscurecer) nos tirábamos a la bolera “como gato a
bofe” para aprovechar el tiempo, hasta que Jandra o Marino nos echaban. Nos
mezclábamos de varias edades pero siempre buscando la igualdad en el nivel de
juego del grupo. Eran partidas muy disputadas y se entablaban discusiones fácilmente,
por cualquier discrepancia mínima, y más de una rabieta o enfrentamiento
acababa con bolas a gran velocidad cortando el aire; recuerdo una incidencia
que finalizó con un bolazo en la cabeza de Anselmo, lanzada por mi hermano Miguel
Ángel (muchos tuvimos que brincar, agacharnos o “recortar” para evitar impactos
en alguna parte del cuerpo).
En nuestra etapa juvenil, la bolera se
trasladó delante la casa de Flora (Jandra cesó en su actividad tendera,
tabernera y lúdica) y eso supuso unas importantes ventajas: no había que
consumir bebidas (eso que ahorrábamos para la discoteca y las fiestas),
podíamos jugar a cualquier hora (no había que pedir los bolos a nadie) pues era
muy sencillo: sacabas la caja de gaseosa con los bolos de la cuadra de Pelayo y
la guardabas al acabar. También había que adoptar ciertas precauciones como interrumpir
el juego cuando alguien pasaba hacia las casas de Flora y Paz, y también si
había tránsito de vacas; las bolas solían escaparse por la calleja del fondo o
hacia la casa de Cecilio y, otras veces, impactaban contra las duras paredes de
casas, cuadras, muros o pozo, provocando su rotura y división en dos partes.
Ahora, para variar y experimentar, estas mitades las aprovechábamos para practicar
la modalidad de bola cacha (mi primo Javier se fabricó alguna expresamente).
No sé si fue realidad o un sueño: alguien
del pueblo elaboró unos toscos bolos y bolas de madera; el artesano serró unos
trozos de salguera de unos 25 cm. de largo por 5-7 de grosor y, con la zuela,
les afiló la punta (últimos 10 cm); además, de cuatro troncos de 10-12 cm. extrajo
otros tantos objetos cuasi esféricos, cuya ventaja radicaba en no desplazarse
muy lejos. ¡Cómo prestaba! Sacabas los bolos de la caja en cualquier lugar
(calle, calleja, portalada, era), los pinabas y a jugar.
Me alegra ver que algunos herederos de La Puerta
mantienen esta ancestral afición e, incluso, ganan premios en diferentes
concursos. Me entristece que otros descendientes no hayan tenido la oportunidad
de practicar este noble juego por causa de la emigración y, con gran pesar, dudo
que podremos transmitir nuestras tradiciones a las generaciones venideras.
Jesús (el mediano de Toño y Enedina)